Durante el
partido por los cuartos de final de la Copa Libertadores de Boca contra
Newells, sentado en el sillón con mi viejo, nos abrazamos con los ojos llorosos
y las palmas de la mano en la frente, con los dedos en punta, y la bronca en la
boca. Teníamos la ilusión de ver a Boca campeón del mundo de nuevo. No lo
dijimos, pero ambos lo sabíamos. Y como nunca lo había hecho en mi vida, siendo
absolutamente ateo, recé: en medio de la definición por penales le pedí a mi
abuelo Abel, el padre de mi viejo, que nos ayudara en esta. Que Boca pasara,
que ya llegarían mejores, y que ahí nos estabilizaríamos. Lo dije en voz alta y
mi viejo, más ateo que yo, me dijo que él se lo acababa de pedir, seguramente
cuando besó la bandera que teníamos uniendo las piernas de ambos, sentados en
el sillón, abrazados con los ojos esperanzados, las palmas de las manos
cerradas, con los dedos tensos por ver qué pasaría, y con la boca en busca de
grito de gol.
El fútbol
es esto. Esta definición por penales fue la perfecta. Sufrimiento y pasión en
su estado más puro. En el año 2000 viajamos con mi viejo a Japón a ver a Boca
campeón del mundo. Viajamos para eso, y campeones volvimos. Fue la primera vez
que lo vi llorar a él, y lo hacía pensando en mi abuelo, con quien había visto
a Boca dar la vuelta al mundo en 1978.
Hoy
tocó llorar y no por ganar, no por emoción: hoy me tocó llorar por primera vez
por un partido de fútbol, y fue por una derrota. Esto es el fútbol, aprender a
vivir. Y en la vida hay más derrotas que victorias. Por eso es que se disfrutan
tanto. Gracias Boca, gracias fútbol, gracias vida.