miércoles, 5 de junio de 2013

Aspirinas y Caramelos

Reproduzco este cuento (por Luciano Olivera @oliveraluciano).
La primera vez que tuve la
sensación de que mi viejo
se moría, que lo vi débil
de verdad, fue yendo a
ver al Rojo.
Rodolfo (así se llamaba)
era periodista. Trabajaba
en tele, en radio, en
gráfica… Los viernes solía
llegar con un regalo:
credenciales de Prensa
para la cancha. Yo crecí
acostumbrado a los
lugares privilegiados. Vi
muchos partidos en las
cabinas, al lado a los
relatores de las radios, o
en plateas “lujosas”. Era
parte de la “chapa” de mi
papá.

Pero en 1980, la mano
venía distinta. El viejo
estaba sin laburar en los
medios. En la Argentina
de la plata dulce, había
puesto un kiosco en la
galería de al lado de
Sadaic. Ese negocito,
último bien de una
extraña herencia familiar,
no daba para ningún lujo.
Vivíamos con lo justo.
Para colmo, al periodista
le faltaba el “brillo” de la
profesión. El otrora
escriba reconocido y
jefazo, ahora expendía
alfajores, turrones y
43/70. Un dato: lo hacía
de saco y corbata. Me
cuesta recordarlo con otro
ropaje. Era casi su
uniforme.
Es posible que yo, con 11
hincha-bolas años, haya
insistido en ir a la cancha
ese día caluroso de
diciembre. Jugábamos el
partido de vuelta de una
semifinal del Nacional.
Racing de Córdoba nos
había ganado 4 a 0 en la
ida, pero vaya a saber que
extraño convencimiento
nos llevaba a creer que lo
podíamos dar vuelta.
Tomamos el bondi a
Avellaneda (ya no
teníamos el Fiat 800 que
se había ido para pagar
una deuda) y encaramos
la larga caminata por la
siempre convulsionada
Alsina. Eramos miles los
que caminábamos hacia el
estadio de la Doble Visera
envueltos en banderas,
gorros y entonando
cantitos que prometían
que “vamos a salir
campeón…”
Llegando a las boleterías,
vi que el viejo encaraba
para la fila de la Popular.
Debe haber visto la cara
de decepción del nene
acostumbrado a las
cabinas y las plateas. Me
dijo algo así como “hoy
vamos acá, es mejor”. No
le creí. Entendí que era lo
que se podía.
La fila de al lado, la de las
butacas, era más
ordenada. La de la
General era un caos de
empujones, gritos… Mi
viejo -vale la pena
recordar que lo suyo eran
las letras más que las
multitudes…- pujaba por
llegar a la ventanilla, pero
no avanzaba. De pronto lo
vi salir de ese marea de
compradores de último
momento. “Vamos, esto
no es para nosotros” me
dijo.
Me salió de adentro un “Y
si vamos a la platea?”
Creo que mi pregunta fue
un puñal. Me contestó “No
tenemos plata”. Recuerdo
la sequedad de la
respuesta. Hoy entiendo
que era la última
armadura de un tipo
disminuido, que no podía
cumplirle “algo” a su hijo.
Era grave? No, claro que
no. Pero evidentemente
para él tenía un
simbolismo. Ya no era lo
que había sido. No se le
abrían las puertas de las
cabinas. No llegaba a
comprar dos plateas.
Empezaba a no poder.
Con aire de vencidos,
volvimos por Alsina, una
calle que siempre me
pareció horrenda.
Mientras nos alejábamos
del estadio, recuerdo
haber escuchado el rugido
de las tribunas, exaltadas
por la salida del equipo…
A las pocas cuadras, mi
viejo detuvo su caminata.
Me miró y me dijo “esperá
un segundo”. Se sentó en
el portal de una casita.
“Qué te pasa?” le dije. “No
me siento muy bien, ya se
me pasa”. Una señora que
veía la escena desde
adentro de la casa salió y
le dio un vaso de agua. La
situación no duró mucho,
se recompuso rápido. Al
rato estábamos de nuevo
en el colectivo y media
hora más tarde, en casa.
Lo que podría haber sido
un simple sofocón, fue
para mi una señal grave.
No se bien porqué, pero
ese día de diciembre, algo
me dijo que mi viejo se
me estaba muriendo.
Tenía insólitos y jóvenes
53 años, pero fumaba
mucho, había tenido un
pre infarto un par de años
antes, no se cuidaba… Y
estaba (comprendí
muchos años después)
muy deprimido.
Rodolfo se fue un año y
medio después, sin dar
demasiada lucha, sin
comprender que era más
importante cuidarse que
entregarse al vicio que lo
había tomado a los 14
años y del que, para
colmo, estaba orgulloso.
Nos dejó rápido. Mi enojo
con él, por no haber
estado, por no haber
bancado, por no haber
peleado, duró años.
Muchos años.
Ese hombre que se fue
envuelto en debilidades,
antes de apagarse, fue mi
ídolo. Ese porteño
tanguero que no me legó
un mango, me dejó un
puñado de cosas
invalorables: el gusto por
la historia, la pasión por la
lectura, el placer por una
buena partida de ajedrez,
el ateísmo, una imagen de
decencia inquebrantable
que fue clave para que yo
no me desviara cuando
me tentaron… Y claro, el
paladar negro de hincha
de Independiente.
De muy chico aprendí dos
versos : Maril, De la Mata,
Erico, Sastre y Zorrilla (el
primero) y Miceli,
Ceconatto, Lacacia, Grillo y
Cruz (el segundo). Se
dicen de corrido, rápido,
porque decirlo así es
señal de que sabes…
Nos recuerdo
embanderando juntos la
casa, mientras
esperábamos que la
Central Terrena de
Balcarce retransmitiera la
señal de alguna final de la
Libertadores jugada en
Montevideo, en San Pablo,
en Santiago… Nos veo
saltando y gritando goles
de Bertoni que ya van a
venir, repitiendo Bo Bo
Chini hasta la afonía,
aplaudiendo barridas de
Pancho Sa, corajeadas del
Mencho Balbuena, tiros
libres de Pavoni… Me
gustaba escuchar aquella
anécdota de una tarde en
la que Bernao se había
acercado a plena platea
baja y le había dedicado
un gol a mi vieja… Amaba
a Boneco, aquel perro
pulgoso que salía a la
cancha con el primer
equipo, llevando en su
boca el banderín del CAI.
Cuando yo era chiquito,
Rodolfo solía venir con un
caramelo. Me lo daba y
me decía “te lo manda el
señor Independiente”. A
veces, en vez de una
golosina traía una
aspirina. Ante mi mirada
de asco, respondía “te la
manda el señor Racing”.
Era un tipo serio, pero
cuando quería, tenía
salidas memorables.
El viejo se fue en junio -
vaya casualidad- del 82.
No llegó a ver el gol de
Percudani al Liverpool.
Tampoco vivió esa tarde
en la que salimos
campeones frente a un
Racing que descendía.
Pero su vida estuvo
repleta de vueltas
olímpicas, de hazañas, de
gloria internacional. De
eso, se fue lleno.
Escribo esto en plena
agonía. A no ser que obre
un milagro, en tres
semanas nos habremos
ido a la B.
No se que pensaría
Rodolfo ahora, pero estoy
seguro que jamas se le
cruzó por la cabeza que su
invencible equipo repleto
de copas, estuviese así,
casi sentenciado, a días
de adquirir esa mancha
imborrable.
Me costó añares
despedirlo, hacer un
duelo como corresponde.
Creo que una buena parte
de mi tristeza actual tiene
que ver con que no puedo
parar de recordarlo. De
recordarte.
Volvé viejo. Aparecete de
traje, envuelto en una
bandera roja. Decime que
todo esto es una aspirina
que me mandó el señor
Racing. Que nosotros
comemos caramelos,
porque los amargos son
ellos. Enseñame de nuevo
a aplaudir un sombrerito
del Bocha. Agarrame de la
mano para gritar un gol
de Bertoni.
Si no podes volver, te
entiendo. Ya es hora de
bancármela solo. Seré
digno. Aunque, te aviso. A
escondidas de Lola, voy a
llorar.
Chau viejito. Descansá en
el cielo inexistente de los
ateos. Algún día vamos a
volver.
Este también es un modo,
tardío, de despedirte.
(Por Luciano Olivera @oliveraluciano).

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