jueves, 8 de septiembre de 2011

Cuentos de mi abuelo: La Roca

     Lentamente despertó, se dio cuenta de que estaba vivo y respiró hondo llenando los pulmones y ya completamente lúcido oyó de nuevo el canto de la calandria que desde el altísimo eucaliptus de la casa de enfrente saludaba al sol cinco minutos antes de que este apareciera; seguramente fue lo que lo despertó. Podía pensar ancho y profundo. Una enorme paz iluminada lo rodeaba. Percibió olores de ropa, de muebles, de transpiración. Miró de reojo a su mujer que dormía profunda y completamente destapada.
     Sacó despacito una pierna de bajo de la sábana que le llegaba a las rodillas y tratando que el elástico de la cama no crujiera se enderezó lentamente, descolgó una pierna y pescó con la punta del pie las chancletas. Vislumbró el encendedor en la mesa de luz, lo tomó junto con los cigarros y en calzoncillos despacito tratando de no hacer ningún ruido se fue para la cocina. Percibió desde la puerta de la pieza la respiración acompasada de su mujer, se sonrió beatificamente, esquivó el paragüero y tanteando la pared del pasillo llegó a la cocina. Encendió el gas, puso la pava, abrió la puerta del patio y dejó salir al perro que lo había seguido.
   El alba era grisácea pero el aire transparente. El chillido de la pava lo sacó completamente de su contemplación y volvió para llenar el mate, mojó la yerba con el agua casi tibia. Una gran paz lo envolvía; se sentía recién nacido, solo, pleno. Solo lo agradable de lo cotidiano lo rodeaba; todavía era muy temprano para preocuparse por algo o por alguien. No tenía recuerdos, ni todavía odiaba a nadie. Tampoco tenía conflictos. 
    -José! -lo llama la voz somnolienta de la mujer-. Sonriendo llevó la pava y el mate, le dio un beso-¿Qué hacés cacharrito?- (siempre le decía cualquier cosa con tono cariñoso, aunque careciera de sentido). 
     -Dormiste bien, parece que va a ser un lindo día-. Su mujer tomó un mate, dos o tres, con los ojos semi cerrados, mientras él se ponía los pantalones. 
     -Mirá, voy al fondo, vos dormí otro cachito que después te traigo más mate-. -Chau, miriñaque- Le dio otro beso y se fue prendiendo un cigarrillo.
    Ya había buena luz. El fondo, lleno de verdes. verde agua. Verde duro de las dalias, oscuro de los ligustros, de los limoneros. Casi transparentes de las plantas de tomate contrastando con el rojo brillante de los frutos y las motas violetas de la mora, recortadas en el azul ya intenso del cielo. José acarició todo eso alegremente con la mirada y se sintió pleno y feliz en la tibia mañana de verano.
     Miró hacia arriba buscando la higuera; le subyugaba la piel casi humana de la corteza, las ramas como dedos y las grandes nervaduras de las hojas. Entonces algo le llamó la atención y una chicharra de alarma vibró dentro de él. El cielo ya no era azul, sino que pasaba rápidamente al negro, con un cegador disco blanco y millones de circulitos netos de las estrellas. Las sombras se volvieron duras, sin claroscuros, en blanco y negro absoluto y en el tiempo sin tiempo de una milésima de segundo, recordó y comprendió todo en una revelación feroz, contundente, aterradora. Ayer la radio había anunciado que harían estallar una bomba en la alta atmósfera. Entonces, era cierto! Lo habían hecho, omnipotentes, estúpidos y absurdos lo habían hecho. Y el cinturón de Van Hallen se había descompensado. La envoltura del campo magnético dejaba escapar la atmósfera hacia el espacio exterior como el aire que sale de un globo pinchado. Ya no había esperanza, ni tiempo humano para ello. 
      Quiso gritar para alertar a su mujer pero sintió el estallido en el cerebro, una explosión en todo el cuerpo. El entorno se tiñó de rojo sangre con grandes agujeros negros, giró como un trompo y cayó de espaldas. torbellinos de polvo lo envolvían y lo que quedó de su cuerpo parecía un arrugado pergamino, con los vasos estallados al descompensarse las presiones. Restos de plantas lo rodeaban, en lo que pronto sería un páramo barrido por el viento solar. Una solitaria y muerta bola de roca vagaba ya, para siempre, en el espacio.

Roberto Holstein, 
Castelar, 1981.

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