martes, 17 de julio de 2012

Me quise hacer creer que había crecido, pero sólo había perdido la sonrisa

Esa furia gobernante oriunda de las ciudades, que solo tiene en su mochilita angustias y broncas por doquier, se va asfaltando a la realidad de uno a medida que las arrugas empiezan a preocupar. Jugar es tan lindo e ingenuo como desparramar y armar lo que sea (¿acaso de qué más se trata la vida?), aunque también es necesario: hurgar en los recuerdos de la infancia para rememorar un momento de juego a mí no me alcanza. Prefiero no tener un baúl cerrado y con anecdotarios de hace tiempo. No me conforma. Quiero sonreír y poblar el globo hasta cagarme de la risa.

“No dejamos de jugar cuando nos volvemos adultos; sino que nos volvemos adultos cuando dejamos de jugar”, dice un dicho huérfano de padre, pero criador de multitud de hijos. El horario, las corridas, la rutina, el vaivén del colectivo, las malas caras y las comidas rápidas son ladrones de sonrisas. De esa inseguridad es de la que hay qu
e tener cuidado. Ojo, no sea cosa que te olvides un día la sonrisa en algún rincón y te la afanen. Dicen que hay punguistas con alias como “parciales”, “dolor de panza” o “jefe”, por citar a los más famosos.

Jugar, pero jugar a lo grande, siendo grande, es tan lindo como salir a la calle un sábado y sentir ese vientito desábadoalatarde. Actuar sin ser actor, bailar sin saberlo hacer. Hay que volver a tener el espíritu de un nene, que enseña a los grandes más de lo que aprende de ellos.

El otro día cambié la cabeza con un tipo en el subte y me puse el brazo izquierdo de una señora cincuentona. Tenían poca alegría en su vida pobres brazos y cabezas, pero “la llevaban”, ni bien ni mal: la llevaban. Después agarré la pierna de un pibe que venía de jugar al fútbol, y yo le di mi oreja derecha. Se movía sola. Saltaba y los dedos bailoteaban. Me dijo que sí, que estaba feliz, pero que quería que lo sacara a gambetear más tiempo. Porque la pelota no se debe dejar nunca de irla a buscar, y mucho menos olvidar.

Abrumador, gris, serio, nublado, aliento feo, manos calientes de lo sucias y clima húmedo.

Ya trabajaba, full time, y me había llenado de compromisos. Estudiaba tanto que no tenía tiempo de tomar unos mates con mi hermana, ni de ordenar la pieza, ni de leer un libro por iniciativa propia. Todo quedaba lejos y daba esfuerzo llegar. El tiempo de ocio era cada vez más corto. Me levantaba de noche y llegaba a la casa de noche. El dormir la siesta fue un rito que me quise hacer olvidar. La ingenuidad de mirar por la ventana pasar las 2,3,4 de la tarde lleno de alegría, me instalé que se había terminado, porque estaba laburando. Siempre laburando. Aunque estuviera al pedo, siempre quedaba un resabio del “laburo”. Que me hacía sentir grande, pero también gris, viejo y aburrido. Había dejado de hacer deporte.

Eso que toda mi vida había hecho, de repente dejaba de hacerlo porque “no tenía tiempo”.  No jugué más a la pelota, esa que me despertaba la felicidad extrema cuando la veía a lo lejos. Lo único que quería era poder meter un sablazo que hundiera el pie en el cuero y entre por el ángulo superior. Qué momento más inocente que cuando una se va del partidito que están jugando otros y queda boyando ahí, esperándote, llamándote. Soñaba con jugadas, con goles. Y las noches que algo andaba mal las jugadas no terminaban en gol, sino que aparecía un defensor y la sacaba en la línea, o pegaba en el travesaño: "Una vez se fue caminando como 8 kilómetros por la playa, pero él decía que no iba solo, que iba pateando la pelota. Y se pasó, porque se dio cuenta cuando había hecho 10 y volvió de noche", contará mi viejo en un almuerzo familiar, de esos en que no paran de contar historias.

La vida pasó a ser un compromiso.

Me fui sembrando a mí mismo que había que volverse rezongón, o al menos así lo entendí. Y me pareció bien, creo. El tema es que despacito y sin apuro lo fui exagerando. Cada vez más serio. Cada día más nervioso, ansioso y apurado. Las exigencias del trabajo se volvían más grandes y apareció la desmotivación. Y se empezó a volver un problema. Parecía que me estaban entrenando para estar de mal humor.

Al tiempo, de tan serio pasé a estar aburrido. Nada me despertaba mucha curiosidad, ni nada me daba demasiada gracia. Nada me movía ni un pelo. El fútbol pasó a ser ese deporte de obreros puestos por dirigentes. Todo estaba arreglado. Todo estaba justificado, nada librado al azar.

Mi perra, Luchi, que ya tiene 15 años y es una perra hermosa, de pelo marrón y negro, me mira cada vez más vieja y ciega, pidiéndome salir. Pero yo “tengo cosas más importantes que hacer!” “No tengo tiempo ni de lavar los platos ni de sacar la basura”, obvio. Porque cuando no me tenía que levantar temprano, estaba cansadísimo del trajín del día.

Y se acerca el 8/8/2015. Ese día tengo que abrir la carta que está en mi maletín. Cuando era más chico, en 2007, me escribí una carta a mí mismo, seguramente diciéndome qué es lo que no tengo que estar haciendo de mi vida. Ya, obviamente, no me acuerdo qué dice, pero sé que es algo que me va a mover el piso. Me va a llamar y decir: volvé a la tierra, pelotudo.

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